Érase una vez una preciosa princesa que, después de años de rechazar a
pretendientes por no creerse preparada para casarse, un día despierta dando la noticia al
pueblo que ha decidido desposarse y, que aceptará al hombre que más y mejor le pida la
mano. El día elegido sería justamente una semana después de la gran noticia.
Inmediatamente en todos los reinos colindantes la noticia corre como la pólvora y
los nobles, príncipes, duques y condes más poderosos, ricos e influyentes se hacen eco
de la gran buena nueva. No obstante, en su propio reino, habitaba un humilde plebeyo
que desde hacía años vivía secretamente enamorado de la princesa y, a pesar de las
risas, mofas y consejos de hacer lo contrario, el vasallo decide pedirle la mano junto con
los demás pretendientes.
Llega el esperado día y la fila de casaderos es enorme. El último, ajeno a las risas
y esperando tímidamente su turno, se encontraba el fiel vasallo. Los duques, príncipes y
demás pretendientes entraban uno a uno en palacio con sus séquitos y sus ofrendas:
_ Yo le ofrezco la mitad de mi reino, y la isla de la que mi familia es dueña a cambio
de su amor.- Dijo el príncipe más rico de los alrededores.
_ Yo le doy oro, seda y aceite balsámico si acepta casarse conmigo.- Propuso un
duque.
_ Yo, estoy dispuesto a darle todo mi ganado, mis tesoros y hacer que mi ejército la
proteja para siempre.- Afirmó un general muy poderoso.
Así fueron uno tras otro, cada uno más seductor por sus ofrendas que el anterior.
La princesa estaba llena de júbilo y contrariada a la vez, ninguno había despertado su
auténtica curiosidad... Hasta que llegó el turno al vasallo:
_ Yo mi princesa no tengo nada que ofrecerle, solamente mi amor incondicional y
mi sacrificio para que así sea.
_ ¿Y cómo piensas hacer eso mi fiel vasallo?- preguntó ella intrigada.
_ Pienso sentarme debajo de su ventana durante cien lunas y cien soles sin comer
y sin beber para demostrarle que la amo con todo mi corazón.
_ ¡Acepto! Hágase tu voluntad fiel pretendiente. Si cumples tu promesa me
desposaré contigo.
Esa misma noche el fiel plebeyo se sentó bajo su ventana, ante la tímida luz de las
velas de los aposentos de la princesa y ante las risas y mofas de sus vecinos. Colocó una
manta, cruzó las piernas y allí se quedó mirando como la princesa hacia un gesto de
aquiescencia.
A la mañana siguiente, nada más despertarse, la princesa se asomó a la ventana
incrédula y vio al plebeyo mirándole con cara de enamorado. Ella sonrió y se alejó de la
ventana.
Durante los primeros diez días las mofas seguían produciéndose, pero el joven no
se echaba atrás, el simple hecho de ver cómo la princesa se asomaba de vez en cuando
y le regalaba un saludo con la mano o una sonrisa, le daba fuerzas para seguir con su
sacrificio.
Cuando ya habían pasado cincuenta lunas, el pueblo empezó a considerar al joven
vasallo un héroe. Todos habían visto cómo el chico aguantaba y resistía a las tentaciones
de comer o beber con un: “no, le he hecho una promesa a mi amada, no le fallaré”. Desde
ese momento, el ecuador de su promesa, todo el mundo daba por supuesta ya la boda y
empezaron los preparativos. A la princesa le empezaron a hacer el vestido, el mejor
vestido nunca confeccionado. Los mejores cocineros del reino empezaban a prepararlo
todo para traer los mejores manjares. Mientras la princesa, llena de alegría, miraba de vez
en cuando por la ventana y sonreía al joven.
Llegó el día cien. El último día de su sacrificio. Según su promesa tenía que
aguantar cien lunas y cien soles, de modo que su promesa era hasta que el último sol se
pusiera... Falta casi una hora para ello cuando, el joven vasallo, triste y cabizbajo, se
levantaba de su manta y se alejaba de la ventana de su amada ante las miradas de
estupor del pueblo, y se perdía en el bosque.
A los pocos días, un grupo de niños jugaba al balón cuando un crío después de
darle una patada fuerte a la pelota tuvo que ir a buscarla cerca del bosque. Ahí encontró
al joven plebeyo llorando sentado en una roca, solo.
_ ¡Eh señor! ¿Es usted el que no se quiso casar con la princesa?
_ Sí, soy yo.
_ ¿Pero por qué? Solo le faltaba una hora para cumplir con su promesa y la
princesa se habría casado con usted...
_ Lo sé. Pero no merecía mi amor ni mi sacrificio.
_ ¿Por qué no, señor?
El joven, levantó la mirada y le dijo al chico que le miraba atento:
_ Porque no me ahorró ni una sola hora de sufrimiento.
ÓSCAR EDÚ